"Cada uno tiene su cruz", es una de aquellas frases crípticas de mi padre.

Sufro de miopía, astigmatismo y ojo perezoso adquiridos de forma congénita. Los oftalmólogos y oculistas han sido parte inherente de mi vida.

Aquí, la historia de mi última visita a la clínica oftalmológica. Gafas, lentes de contacto, operaciones láser y un ojo cansado de trabajar mientras el otro no se digna a acompañarlo en su labores son las partes constituidas de este relato que descubre mi más profunda depresión. Un escrito que, en otro tiempo, no me hubiera atrevido a contar.

- I -

La sala de espera de la clínica es de una forma irregular. De color blanco humo y con un par de columnas cilíndricas ubicadas cerca los vértices de dos esquinas opuestas, tenía las paredes manchadas por las traviesas manos de los niños. Un televisor de pantalla plana y un enorme condensador de aire eran lo único que adornaban las paredes. Los sofás de cuerina amarilla, que tanto me gustaron la primera vez, estaban colocados de manera antojadiza y tenían manchas negras en los bordes producto del uso y exposición al polvo. 

– ¡García, Jherson! –, se escuchó en la pequeña sala.

Un pequeño hombre de un metro cincuenta como máximo, vestido con una bata blanca que le llegaba a los talones, me invitaba a pasar a un pequeño cuarto. Los escáneres de vista, tres máquinas con apariencia de grandes microscopios me esperaban.

– Pon tu barbilla aquí y pega la frente –, me dijo el pequeño mientras señalaba uno de los aparatos. – No cierres la vista, vas a recibir como un golpe. No es dañino, sólo es aire –, agregó.

Comenzó con mi ojo derecho. Un punto luz verde apareció en el fondo negro, cerré la vista varias veces antes de poder reconocerlo cuando, de pronto, un golpe de aire seco provocó que me aleje intempestivamente. – No, no te retires. Otra vez ubícate –, insistió el hombrecito antes de proceder con el ojo izquierdo.

– ¿Tú vez con el ojo derecho? –, me pregunto tras terminar la evaluación.

– Algo, pero no mucho. Tengo síndrome de ojo perezoso – respondí avergonzado.

– Uhm... Ya... Te van a volver a llamar –, finalizó sin siquiera levantar la mirada.

Volví a la sala de espera. 

- II -

Intentaba leer La rebelión de las masas, el libro de Ortega y Gasset que había estado paseando en mi morral desde hace una semana, cuando mi nombre se escuchó por segunda vez: Un hombre alto y tez clara, con una bata que le entalla a la perfección, me esperaba. 

– Pega la barbilla y la frente –, me señaló este nuevo interrogador.

Habíamos vuelto a los escáneres de vista para la última evaluación: Una serie de círculos concéntricos de colores blancos y negros, como los que se usan en los juegos de dardos. Nuevamente el punto verde de luz y otra vez los ejercicios. El ojo derecho en primer término, el izquierdo para finalizar.

– Abre el ojo grande como si estuvieras asustado, ahora gira un poco hace este lado. Muy bien. Pestañea varias veces y... repetimos –, fueron las indicaciones.

– ¿Tú sufres de ojo perezoso, no? –, me preguntó.

Respondí afirmativamente con un movimiento de cabeza.

– ¿Y te has operado de la vista izquierda? –

– Así es. Hace cinco años –, intentaba parecer más seguro.

El hombre me miró a los ojos por un segundo antes de bajar la cabeza de forma pensativa, no dijo nada y me invitó a pasar a la sala de optometría.

– Quítate las gafas y acomódate ahí –

Dejé mis cosas a un lado y trate torpemente de estar cómodo. Acercó hacia mi rostro el foróptero, aquel aparato con decenas de lupas que se usa para determinar la medida de los lentes correctivos. La luz de fondo sobre el optotipo, el afiche característico de los oculistas y que contiene una pirámide de letras de diferentes tamaños, se encendió.

Con un movimiento de lupas mi ojo izquierdo quedaba en penumbras gracias al cristal negro que le colocaron. La fantasmagórica imagen del mundo que mi ojo derecho me brinda apareció. Las figuras borrosas, las letras y los detalles que no se ven y los colores tenues captados con un esfuerzo que daña mi sensible pupila se hicieron presentes.

– ¿Qué letra vez? – me pregunto el optómetra sin rostro [era incapaz de ver los detalles de su cara usando solo el ojo derecho]

– Ninguna – fui sincero.

Se acercó al aparato y movió las lupas. Una imagen un poco más clara y más uniforme, pero de letras: nada.

– ¿Y ahora? –, volvió a preguntar.

– Igual, doctor: ninguna –

Otra vez movió las lupas y la imagen continuó aclarándose. La enorme “E” que corona la pirámide de grafías aparecía ligeramente contorneada.

– Veo la “E”, un poco. – Intentaba parecer seguro. Quería creer que realmente la veía y no que la había memorizado. Tantas veces he ido al oftalmólogo que presiento conocer cada una de las letras que contiene el optotipo. El doctor siguió “jugando”.

– Ahora aparecen... ligeramente... la "F" y la "P" de la segunda línea, la enorme “E” sigue borrosa pero se ha delineado un poco más – agregué. 

– Ok. Pasemos al izquierdo – propuso el optómetra. La lupa negra pasó a oscurecer el ojo derecho dando paso a un mundo más conocido para mí.

Una serie de movimientos sobre las lupas y el ojo izquierdo podía leer hasta la novena línea: su máxima potencia, veinte sobre veinte según lo que me comentó luego el optómetra.

El técnico me pidió mis gafas y las llevó a una especie microscopio sobre otra mesa. – Estas ya no te sirven. –, sentenció, – Tu medida ha aumentado. Voy a apuntar tu nueva medida y luego el doctor te va a llamar –.

Salí destrozado. Hacía un lustro me había operado con la esperanza de no volver a usar anteojos, hacía un año me recetaron un par de gafas con medida de cero punto setenta y cinco para el ojo izquierdo y ahora había subido. “¡Maldita sea!”, pensé, “Tanto para volver a usar lentes”.

- III -

– ¡García, Jherson! –, resonó nuevamente en la sala de espera. 

Entramos al consultorio del médico principal: el verdadero oftalmólogo. La primera impresión era la cristalería que abundaba en el lugar: las paredes, la puerta y hasta el escritorio eran de un hermoso vidrio arenado. Una computadora al lado y al otro, una lampara de hendidura completaban la decoración. Un hombre gordo y de abundante barba gris y blanca me preguntó en qué podía ayudarme. Comencé el relato de las presiones oculares y dolores de cabeza de la última semana y me pidió acercarme a la lampara de hendidura pegando la barbilla y la frente. Una potente luz blanca escaneo ambos ojos. 

– Hay una presión ocular distinta en ambos ojos. Parece que se debe a la miopía –, comenzó a hablar mientras escribía sobre un papel.

– Te voy a dar tu nueva medida. ¡Ah! También estos exámenes para poder ver el funcionamiento interno de tus ojos. –

– ¿Nuevos lentes? –, pregunté haciéndome el ingenuo.

– Sí –

Sentía que quería llorar.

– Te voy a pasar con el joven que te atendió hace unos minutos para que veas mejor lo de la medida y también prácticamente los exámenes ahora para poder ver más cosas – concluyó.

Salí turbado del consultorio y olvidé despedirme. Revisé el papel: Ojo izquierdo: esfera 1.25, cilindro de 1.25 y eje 165°; ojo derecho esfera: 16.75, cilindro de 3.50 y eje 10°; distancia interpupilar 60.

- IV -

Otra vez esperé. De la recepción me volvieron a llamar. Una señorita baja y menudita me hacía señas buscando que me acercara al módulo de atención.  

– El doctor te ha recetado estos exámenes. Ahora ya no podemos realizarlos porque el responsable no se encuentra. Tienes que venir mañana, pero este es el costo – me dijo con voz de niña traviesa mientras me entregaba un delgadísimo papel azul.

– ¿Ciento veinte el de córnea y trescientos ochenta el de R.M.P [no sabía que significaba]? – reaccioné preocupado.

– Sí –, sonreía ella.

– Uhm... Pero,... ¿para ver la medida de mis anteojos si me van a llamar ahora, no? – consulté tratando de cambiar de tema.  

– Sí, no te preocupes, ahora te llaman – terminó con lo que parecía una coquetería natural.

“Es obvio que los exámenes son solo para sacarme plata”, pensaba mientras me acercaba al sofá amarillo más cercano. “Si realmente fueran necesarios, el doctor me habría mencionado su importancia.”, trataba de calmarme.

El optómetra se acercó al ingreso de la sala de espera y volvió a llamarme. Otra vez en la sala de optometría me pidió sentarme en el foróptero y comenzó a explicarme la situación.

– Tienes una medida bastante fuerte en el ojo derecho –, comenzó mientras yo lo observaba con un rostro de obviedad. – Debemos hacer algo – puntualizó aparentando no tomar en cuenta mi expresión.

– Doctor, –, inicié, – no me puedo tener unas gafas con 1.25 en el ojo izquierdo y 16 en el derecho. ¡Sería antiestético! Tendría un ojo más grande que el otro; además, la diferencia en el grosor de ambos cristales sería grotesco.  –

– Lo sé. Lo que podemos hacer es unir fuerzas – respondió el optómetra – Podemos colocarte un lente de contacto en el ojo derecho, con una determinada medida, y puedes completarlo con una medida no tan grotesca en tus gafas. –

– Eso suena interesante. ¿Cuánto me constaría ese lente de contacto? –

– Doscientos setenta soles –, respondió.

Recordaba hacía nueve años, cuando le roge a mi padre hasta las lágrimas que me comprara un par de lentes de contacto. Aún recuerdo cuántas preguntas le hizo a la oculista de ese entonces, no en esta clínica; sino, en una que quedaba cerca a nuestra casa.

No tenía claro cuánto habría costado cumplirme ese capricho; pero, obviamente, habían resultado mucho más costosos de lo que hoy me ofrecían.

Recuerdo lo difícil que era mantenerlos limpios e higiénicos a mis catorce años: los partidos de fútbol en las canchas de tierra, el sudor que me secaba con las manos y luego tocaban la zona ocular [si alguna vez toqué el ojo directamente, no recuerdo], las fiestas de quince años que me "obligaban" a sobrepasar por mucho las diez horas sugeridas y la conjuntivitis que tomé al año siguiente obligaron a que dejara de usarlos.

“Otra vez lentes de contacto”, volví a meditar, “pero esta vez a un precio más cómodo”.

Acordé comprar el lente de contacto para el ojo derecho. Tenía la esperanza de que a mis veintitrés años podría ser más responsable en su higiene y limpieza. El optómetra me pidió esperar unos minutos y yo aproveché para salir al banco y retirar el dinero suficiente para efectuar la adquisición.

- V -

El banco más próximo estaba a tres cuadras. Comencé a caminar apurado por una ciudad que no se detenía. Me sentía algo desilusionado con todo esto. Necesitaba escuchar la voz de alguien me diera fuerzas. Mi visita al oftalmólogo no había estado programada y nadie en casa sabía el lugar en dónde estaba. Decidí que llamar mi padre era una buena opción. Escuchar su vozarrón, fuerte y grave, de hombre que parece no abatirse con problema alguno, resultaría beneficioso para mí.  

– Aló, hijo –, me contestó.

– Hola, papá – le dije, mientras seguía mi camino – Estoy en el oftalmólogo porque hace un buen tiempo he tenido dolores de cabeza que creo están relacionados con mi vista. Me ha dicho que mi miopía ha aumentado y necesito usar un lente de contacto para el ojo derecho. –

– ¿Qué cosa?, ¿por qué? –, sentí su preocupación, – ¿Pero no le has dicho que te has operado? Esos idiotas no avisan de los posibles resultados cuando hacen un procedimiento. –, se comenzó a ofuscar.

– Sí, papá – traté de calmarlo – Pero tú sabes que mi problema es de nacimiento. No se puede saber cómo responderá mi vista a cada procedimiento que se haga. Ahora estoy camino al banco para sacar plata. –

– Ya bueno, bueno – parecía que mi intención estaba dando resultados – en la casa nos vemos. Tú también debes ser muy cuidadoso con tu vista. Te tocaba ir en marzo y mira ¡estamos septiembre! – comenzó con su regaño.

– Ya papá. No te preocupes. En la casa te comento todo. Voy a llamar a mamá para avisarle de que estoy aquí. Se va a preocupar al no verme llegar a la hora habitual. –

Mi padre terminó de despedirse de mí y colgamos el teléfono a la vez. Estaba tan solo a una cuadra del banco cuando me detuve a buscar el número de mi mamá en la agenda del celular. Lo encontré e iba a llamarla inmediatamente cuando comencé a imaginar las palabras que le iba a decir. Si para mí este problema era símbolo de depresión, para ella era mucho peor.

A los ocho años mi mamá me había llevado por primera vez al oftalmólogo. Ella iba frecuentemente al Hospital del Niño de la avenida Brasil junto a mi hermana por un problema dermatológico que esta última tenía. Mi padre trabajaba todo el día así que ella se veía obligada a llevarme al no tener quien me cuidara en casa.

Yo siempre había dicho que no veía bien; incluso, era común que yo cogiera las gafas de mi abuela y me las pusiera mientras manifestaba que con ellas veía  mejor. Mi padre, siempre y hasta el día de hoy reacio a ir un doctor, atribuía esas frases a mis ganas de usar anteojos. – “Una monería de chicos” –, decía. Él creía que si no veía bien era porque me gustaba mucho la televisión y el día que dejara de verla tan de cerca [sin sospechar que esa era una prueba de mi estado] mi vista volvería a ser normal.

La experiencia en el hospital fue traumática. Después de que la doctora me hiciera las pruebas necesarias y me obligara a pasar por las medidas computarizadas de ese entonces comenzó una serie de preguntas que parecían gritos. Había detectado el ojo perezoso y le echaba la culpa a mi mamá por la situación.

“Si lo hubiera traído antes de cumpla cuatro años”, “si lo hubiera traído cuando él dijo que no veía bien [yo había aceptado que hace mucho tiempo se los venía diciendo]”, “ese problema es de nacimiento, no tiene nada que ver con la televisión, el sol o cualquier otra cosa”, “si usted no fuera una madre irresponsable su hijo podría haber recuperado esa vista. Ahora jamás podrá hacerlo”, fueron algunas frases de aquella bruja vestida de blanco.

Aún están ahí las lágrimas de mi madre. A sus veintiocho años no existía nada más importante para ella que sus hijos. No respondía, no decía nada, solo miraba hacia el suelo con el cabello tapándole la cara mientras las lágrimas brotaban de sus hermosos ojos negros. Lloré al verla así, la abracé, le dije que la quería, que no me molestaba usar lentes, que no llorara, que yo la amaba, que ella no era culpable de nada. Mis ojos enfermos se pusieron rojos y mis lágrimas se unieron a las suyas en la fría baldosa de ese hospital. Si para mí era duro, para ella era peor. Se sentía culpable de mi situación, de haberse embrazado tan joven, de no haber llevado una sana gestación, de no haberme escuchado, de no haber convencido a mi padre de que era necesario llevarme al doctor. Si le iba a contar que estaba en oftalmólogo debía hacerlo rápido sin sobresaltos: en casa podría explicarle con más calma la situación.

– Aló mamá. –, le hable al escuchar su voz, – Estoy en el oftalmólogo. Voy a demorar un poco. Cuando llego a la casa te comento lo que me dijo.  –

– Ya hijito. –, me respondió con aparente calma, entendiendo que no debía preguntar más – Nos vemos aquí entonces. –

- VI -

Volví a la clínica. Dejé pagado una parte del monto prometiendo cancelarlo dos días después, cuando recoja el producto. Pasé a la óptica de la clínica para encargar mis nuevas gafas. Me volví a decepcionar de lo alto de sus precios y salí hacia mi casero: un óptico muy cerca de ahí que confeccionaba anteojos hasta tres veces menos que en la clínica y con una calidad aceptable.   

Al igual que con lente de contacto, page un parte y el casero me prometió tenerlos listos para el día siguiente. Caminé hacia el paradero y enrumbe hacia casa.

- VII -

Llegué y encontré a mi madre y mi hermana viendo la televisión, a los pocos minutos llegó mi padre. Explique lo sucedido y traté de parecer fuerte.

– Bueno hijo, tienes que cuidarte. Esa es tu cruz –, fue lo último que me dijo mi padre, ya calmado, aquella noche. 

Subí a mi cuarto y deje las cosas en el escritorio. Me senté en la cama y comencé a desvestirme. Estaba solo en pantalones cuando detecté mi reflejo proyectándose en el espejo. Me acerqué y observe detenidamente mi rostro, mis cejas pobladas, mis labios gruesos, mi nariz ancha y las grandes entradas de mi frente, mi cabello rebelde y mis largas pestañas. Ahí estaban también mis ojos: los débiles, los que jamás verían por sí mismos, los que nunca me permitieron jugar al fútbol de noche como lo hacían otros, los que nunca me dejaron ver un amanecer de verano con su total claridad, los que no permitían que disfrute de de una película en 3D, los que jamás verían con claridad a mis propios hijos sin usar un aparato de por medio, los que se cansarían siempre y pronto de la computadora cuando trabajara, jugara o diseñara; los que lagrimearían sin parar cuando los obligue a leer por horas de horas.

–... esa es tu cruz –, resonó como un eco la voz de mi padre.

Una lágrima brotó primero del ojo derecho, como pidiendo disculpas. El izquierdo lo siguió. Comencé a llorar.